viernes, 19 de junio de 2020

TEXTO 8: Campos de concentración


Dachau, 29 de abril de 1945. Era primera hora de la tarde cuando las tropas estadounidenses, una sección de las fuerzas aliadas que recorrían Alemania para acabar con los últimos restos del Tercer Reich, se aproximaron a un tren abandonado en una vía muerta en los terrenos de un caótico complejo de la SS, en las inmediaciones de Múnich. Al acercarse, los soldados descubrieron un espectáculo aterrador: los vagones de carga estaban repletos con los cadáveres de más de dos mil hombres, mujeres e incluso algunos niños. Brazos y piernas, descarnados y contorsionados, se enredaban en una maraña de harapos y paja, cubiertos de porquería, sangre y excrementos. Varios de los soldados estadounidenses, pálidos como la cera, volvieron el rostro para gritar o vomitar. «Nos revolvió el estómago y nos dejó en un estado nervioso tal que no podíamos sino apretar los puños», escribió al día siguiente uno de los oficiales. Al rato, aquellos militares, horrorizados y asustados, retomaron la marcha y se adentraron en el recinto hasta llegar al complejo de los presos; allí se encontraron con treinta y dos mil supervivientes de distintas razas, religiones y orientación política, representantes de cerca de treinta nacionalidades europeas. Algunos parecían más muertos que vivos y avanzaban hacia sus libertadores dando tumbos. Otros muchos yacían en las abarrotadas casuchas, infestados de enfermedades y mugrientos. Mirasen hacia donde mirasen, los soldados veían cuerpos sin vida, desparramados entre los barracones, tirados en las zanjas, apilados como troncos junto al crematorio del campo. En cuanto a los que estaban detrás de aquella carnicería, casi todos los oficiales de la SS de carrera habían partido hacía tiempo, y solo quedaba un variopinto atajo de doscientos guardias, a lo sumo. Las imágenes de esta pesadilla no tardaron en exhibirse por todo el mundo y se incrustaron en la memoria colectiva. Hasta la fecha, los campos de concentración como Dachau se han visto casi siempre a través de los ojos de sus libertadores, con unos cuadros demasiado familiares ya de las zanjas rebosantes de cuerpos, las montañas de cadáveres y unos supervivientes en la piel y el hueso, con los ojos clavados en las cámaras. Aun con la gran fuerza que tienen estos retratos, sin embargo, no nos revelan la historia completa de Dachau, mucho más larga y que solo en sus postrimerías alcanzó el último anillo del infierno, en los estertores de la segunda guerra mundial.
Dachau, 31 de agosto de 1939. Los presos se levantan antes del amanecer, como cada mañana. Ninguno sabe que la guerra estallará al día siguiente y cumplen con los horarios habituales. Tras las frenéticas prisas —los empujones en los baños, engullir algo de pan y limpiar el barracón— parten en estricta formación militar hacia el patio, para la revista. Casi cuatro mil hombres, con el pelo muy corto o la cabeza afeitada, prestan atención vestidos con sus uniformes de rayas, horrorizados ante otro día de trabajos forzosos. Salvo un grupo de checos, casi todos los presos son alemanes o austríacos, aunque lo único que comparten es la lengua; los triángulos de colores en sus uniformes los identifican en tanto que presos políticos, antisociales, delincuentes, homosexuales, testigos de Jehová o judíos. Tras las filas de presos se levantan las hileras de los barracones de una sola planta. Cada una de aquellas treinta y cuatro casuchas construidas ex profeso mide unos 100 metros de largo; el suelo en el interior reluce y los camastros están meticulosamente arreglados. Huir es casi imposible: el complejo de presos, de planta rectangular, mide casi 600 metros por 280 y está cercado por un foso y un muro de cemento, por los vigías, por las ametralladoras y por las alambradas de espino y las electrificadas. Más allá se extiende una amplia zona de la SS, con más de doscientos veinte edificios, donde se encuentran los almacenes, los talleres, las viviendas del personal e incluso
una piscina. Allí están destacados cerca de tres mil hombres de la Lager-SS, una unidad de voluntarios con su propio sistema de valores y procederes, que somete a los reclusos a unas rutinas bien estudiadas de maltrato y violencia. Los fallecimientos se producen solo de forma esporádica; en agosto de 1939 murieron cuatro personas. Hasta la fecha, para la SS no era urgente construir su propio crematorio. Así era el terror de la Lager-SS en su etapa más controlada; algo muy distinto del caos letal de los últimos días en la primavera de 1945, así como de sus vacilantes y desorganizados comienzos allá por la primavera de 1933.
Dachau, 22 de marzo de 1933. El primer día en el campo está a punto de terminar. Es una  tarde fría y no habían pasado aún dos meses desde que el nombramiento de Adolf Hitler como canciller pusiera a Alemania en el camino hacia la dictadura nazi. Los nuevos reclusos (vestidos aún con sus propias ropas) reciben pan, salchichas y té en el antiguo despacho de una destartalada planta de munición que, en los últimos días, fue convertida a toda prisa en un campo improvisado, tras acordonarla y aislarla del resto de los terrenos, en los que había estructuras al borde del derrumbe, cimientos de hormigón resquebrajado y caminos intransitables. En total, no hay más de cien o ciento veinte presos políticos, casi todos comunistas de Múnich. Después de que estos llegasen en camiones descubiertos, los guardias —unos cincuenta tipos bien fornidos— anunciaron que los presos pasarían a un régimen de «custodia protectora», una expresión nueva para la mayoría de alemanes. Fuera lo que fuese, parecía soportable: los guardias no eran paramilitares nazis sino afables policías que charlaban con los prisioneros, les pasaban cigarrillos e incluso dormían en los mismos edificios que ellos. Al día siguiente, el recluso Erwin Kahn escribió una extensa carta a su esposa para decirle que todo iba bien por Dachau. La comida era buena, igual que el trato, pero andaba impaciente por saber cuándo podría marcharse. «Querría saber cuánto tiempo va a durar todo este asunto». Unas semanas después, Kahn había muerto de un tiro que le disparó uno de la SS, cuando este grupo se hubo hecho con el control del complejo de presos. Este recluso se contó entre los primeros de los casi cuarenta mil prisioneros de Dachau que perderían la vida entre la primavera de 1933 y la de 1945.
Tres días en Dachau, tres mundos distintos. En un lapso de tan solo doce años, el campo había cambiado una y otra vez. Los internos, los guardias, las condiciones de vida; casi todo se veía alterado. El recinto mismo también sufrió transformaciones; tras la demolición de los antiguos edificios de la fábrica y su sustitución por barracones construidos ex profeso a finales de 1930,  un preso que hubiera estado allí en la primavera de 1933 no habría reconocido el campo. Así que, ¿por qué se transformó Dachau, de sus benignos comienzos en marzo de 1933, hasta convertirse en la referencia del terror de la SS y en la catástrofe de la segunda guerra mundial? ¿Qué significó todo esto para los presos allí recluidos? ¿Qué empujaba a los verdugos? ¿Y qué sabía de verdad la población fuera del campo sobre aquel lugar? Estas preguntas apuntan directamente al corazón de la dictadura nazi y debemos formularlas no solo en lo tocante a Dachau, sino en relación con el sistema de campos de concentración en su conjunto.
Dachau fue el primero de muchos campos de concentración de la SS. Fundados en Alemania en los primeros años del mandato de Hitler, estos recintos se expandieron rápidamente, durante la conquista nazi sobre Europa a finales de la década de 1930, hasta Austria, Polonia, Francia, Checoslovaquia, Países Bajos, Bélgica, Lituania, Estonia, Letonia e incluso las pequeñas islas británicas de Alderney en el canal de la Mancha. En total, la SS instauró veintisiete campos principales y otros mil cien que funcionaban como recintos secundarios mientras duró el Tercer Reich, aunque las cifras varían notablemente, puesto que los campos más antiguos cerraron y se abrieron luego otros nuevos; Dachau fue el único que estuvo en funcionamiento durante todo el período nazi.
Los campos de concentración encarnaban el espíritu del nazismo como ninguna otra institución en el Tercer Reich. Constituían un sistema de dominación bien diferenciado, con normas, personal, siglas y organización propias: en la documentación oficial y el habla coloquial, se lo conocía como el KL (del alemán Konzentrationslager). Con Heinrich Himmler al mando, el jefe de la SS y principal secuaz de Hitler, el KL era el reflejo de las violentas obsesiones de los dirigentes nazis: crear una comunidad nacional uniforme tras haber erradicado a los marginados sociales, raciales y políticos; el sacrificio personal en aras de la higiene racial acompañado de una ciencia mortífera; el aprovechamiento del trabajo forzoso para mayor gloria de la madre patria; el control sobre Europa, esclavizando a las naciones extranjeras y la colonización del espacio vital; la liberación de Alemania de sus peores enemigos a través del exterminio de masas; y, por último, la determinación de morir matando antes que rendirse. Con el tiempo, todas estas obsesiones modelaron el sistema del KL y dieron lugar a detenciones indiscriminadas en masa, penalidades y muerte.


KL. Nicholaus Wachsman

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