El crash de 1929. John Kenneth Galbraith. 1954
El sábado, 19 de octubre, unos
despachos de Washington dieron cuenta de que el secretario de Comercio Lamont
tenía dificultades para encontrar los 100.000 dólares (de fondos públicos)
necesarios para pagar el sostenimiento del yate Corsair que J. P. Morgan
acababa de dar al gobierno. (La pérdida de Morgan no era angustiosa: un nuevo
Corsair —valorado en tres millones de dólares— estaba siendo terminado en Bath,
Maine). Pero aún había otras y más alarmantes indicaciones de una estrechez
desacostumbrada. Los periódicos informaron de la muy débil actividad del
mercado el día anterior (viernes), en cuya contratación se apreciaron
retrocesos importantes. Los índices industriales del Times perdieron siete
puntos. Steel cedió 7 enteros, y General Electric, Westinghouse y Montgomery
Ward 6 cada uno. El comportamiento del mercado ese día fue francamente
revelador. La cifra de transferencias indicaba que aquel sábado había sido el
segundo en la historia por el volumen de negocio: 3.488.100 títulos cambiaron
de propietario. Al cierre los índices industriales del Times señalaban un
retroceso de 12 puntos. Los blue chips se apagaron lastimosamente y los
favoritos de la especulación se despeñaron con estrépito. J. I. Case, por
ejemplo, perdió aquel día 40 enteros. El domingo, el mercado ocupaba las
primeras páginas de los periódicos. Los titulares del Times voceaban: «Los
valores se hunden, mientras el mercado se engolfa en una ola de ventas». El
editorialista financiero del lunes anunciaba, quizás por décima vez, que había
llegado el final. (Sin embargo, ya había aprendido a curarse en salud. «Por el
momento en todo caso —decía—, parece que Wall Street se ha dado cuenta de la
realidad de las cosas»). No se dio la menor explicación inmediata del
comportamiento del mercado. La Reserva Federal permanecía cruzada de brazos
desde hacía tiempo. Babson no había dicho nada nuevo. Hatry y el Departamento
de Servicios Públicos de Massachusetts habían quedado olvidados. Sólo más tarde
tendrían significado sus palabras. Los periódicos del domingo ofrecieron tres
comenta rios que se hicieron familiares en los días siguientes.
Como se hizo
notar, tras la sesión del sábado, se realizaron muy pocas operaciones a plazo.
Esto significaba que el valor de las acciones que los prestatarios habían
depositado como fianza había bajado hasta el punto en que ya no eran garantía
suficiente para cubrir el préstamo que había hecho posible la operación. El
prestamista exigía, pues, al especulador una cantidad adicional de dinero como
fianza. Los otros dos comentarios eran más tranquilizadores. Los periódicos
coincidían —y éste era también el informado criterio de Wall Street— que lo
peor había pasado. Se pronosticó que al día siguiente el mercado comenzaría a
recibir un sostén organizado. No se toleraría por más tiempo, pronto se vería,
la tendencia recesionista del mercado. Nunca hubo una frase con tan mágicas posibilidades
como ésta de «sostén organizado». Casi inmediatamente lenguas y plumas se
pusieron a tejer cuentos mágicos sobre el mercado. Sostén organizado
significaba que algunos hombres poderosos se organizarían para mantener los
precios de los valores a un nivel razonable. Las opiniones diferían en cuanto a
las personas que organizarían el soporte. Algunos pensaban en los grandes
activistas del mercado, como Cutten, Durant y Raskob. De todos los interesados,
éstos principalmente no podían tolerar un desastre. Otros confiaban en los
banqueros; Charles Mitchell había intervenido una vez anteriormente, y si las
cosas iban realmente mal intervendría sin duda de nuevo. Porque estos
personajes poseían enormes carteras de acciones ordinarias y era evidente que no
les convenía en absoluto su abaratamiento. Por lo demás, tenían dinero contante
y sonante. Por consiguiente, si los títulos bajaban de precio, los trusts de
inversión se lanzarían a comprar en condiciones de verdadera ganga. Lo cual
significaría que las gangas no durarían mucho. Y con tanta y tan importante
gente interesada en evitar una ulterior caída, era evidente que una ulterior
caída sería evitada. En las semanas que siguieron, las pausas del descanso
dominical tuvieron una marcada tendencia a producir incertidumbre, dudas y
pesimismo, así como la firme decisión de retirarse del mercado los lunes. Según
parece, esto ocurrió el domingo 20 de octubre.
El lunes 21 fue un día triste y
lamentable. Las ventas totalizaron 6.091.870, la tercera cifra más alta de la
historia; varios millares de personas que observaban el mercado por todo el
país hicieron entonces un perturbador descubrimiento. No había modo de decir lo
que estaba sucediendo.
Anteriormente, en los grandes días del mercado alcista,
el ticker se había visto a menudo incapaz de seguir los movimientos
vertiginosos del mercado, y hasta después del cierre no se enteraba uno de lo
rico que se había hecho sin saberlo. Mas la experiencia de un mercado que se
hunde había sido mucho más limitada. Desde marzo, el ticker no se había
retrasado nunca en días de mercado declinante Pues bien, muchas personas
descubrieron entonces por primera vez que podían arruinarse totalmente, y para
siempre, sin enterarse siquiera. Y en caso de no arruinarse un día, disponían de
recursos crecientes para imaginarse cuándo y en qué medida. Nada más abrirse la
sesión del 21 el ticker comenzó a rezagarse; a mediodía llevaba una hora de
retraso. La última operación de la sesión fue registrada una hora y cuarenta
minutos después del cierre. Cada diez minutos el ticker registraba los precios
de ciertos títulos piloto, pero la amplia diferencia entre éstos y los que
aparecían en el orden normal no hacían otra cosa que aumentar la incertidumbre
y la convicción, cada vez más firme, de que lo mejor era vender
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